Consejos a un joven escritor

Manuel Santiago Arango Rojas, El Cerrito, Valle del Cauca, Colombia, 1996. Magíster en Literatura Colombiana y Latinoamericana de la Universidad del Valle. Docente a medio tiempo de la Fundación Universitaria Católica Lumen Gentium, de Cali, Colombia.

Ganador del Concurso Nacional de Cuento MEN y RCN 2016 con el cuento 8.500 kilómetros por mar. He estudiado el fenómeno de la violencia y la ética en la literatura colombiana; de este trabajo se deriva el libro Nadie es eterno en la encrucijada de la violencia, en coautoría con Oscar Osorio y Carlos Germán Van der Linde, publicado en 2020 por la Universidad del Valle.

Durante los últimos años, los primeros encuentros con mis estudiantes se dan en torno a una pregunta: ¿qué es leer? Sin importar la edad, las respuestas apuntan a que leer es ser capaz de establecer comunicación con el mensaje escrito que otro ha creado. Es cierto, pero no es a donde me interesa llegar. Porque, si bien leer es, en definición, entrar en comunicación con un código escrito, esta idea hace que la lectura se convierta en la capacidad para saber cómo, en un idioma específico, las letras se unen para formar palabras, las palabras para formar oraciones, las oraciones para crear párrafos, los párrafos para crear textos. En ese caso, cualquiera que sepa hablar español es capaz de leer perfectamente un texto escrito en español. Y, sin embargo, casi todos los días aparecen esas caras confusas que se acompañan de la frase: “No, profe, eso está muy duro. No se entiende”. Ahí está el asunto, porque, como bien comentaba Estanislao Zuleta en Sobre la lectura, “leer no es recibir, consumir, adquirir, leer es trabajar”. Confundimos con demasiada frecuencia nuestra facilidad para entender el código con nuestra habilidad para leer los sentidos de esa comunicación. Por eso mi respuesta al confundido: Leer es trabajar. Si esto fuera un problema de matemáticas no esperaría poder hacerlo a la primera. Quizá te falta trabajar más y mejor.

Al ser sujetos en constante comunicación, hemos formado la idea que comunicarse, ya sea hablando, leyendo o escribiendo, es una labor automática que no requiere esfuerzo. Cuando esto se convierte en un reto, en una prueba, entendemos nuestros vacíos no solamente para responder a qué trató de decir el otro, sino a cómo tomamos eso y lo volvemos nuestro al hablar o escribir. En ese sentido, no hace falta preguntarnos qué es escribir, sino ¿qué es escribir bien? La versión corta es que escribir bien es enviar un mensaje de manera efectiva en donde no exista la ambigüedad; en otros términos: que quien lee tenga todo los elementos para ser capaz de entender qué queremos decir. Eso no significa que escribir sea dar forma a textos fáciles o evidentes, por el contrario, apunta a conformar una comunicación en donde el otro se vea, claro, ante un reto, pero un reto justo en donde el propio texto le entregue todos los elementos para la interpretación.

No está de más decirlo: escribir es difícil, pero escribir bien es muy difícil. A lo cual se suma una de las máximas de Daniel Cassany en La cocina de la escritura:

No hay brebajes mágicos ni recetas instantáneas para escribir. No se puede pasar de la noche al día, de la vacilación de un aprendiz a la confianza del experto, de la ingenuidad a la madurez. Ningún catecismo puede sustituir el entrenamiento que impone la redacción: un poso amplio de lecturas, técnicas y pasión a partes iguales, dedicación inagotable.

Si leer es trabajar, escribir es trabajar el doble. La respuesta larga a ¿qué es escribir bien? son una serie de textos que irán siendo publicados aquí, los cuales retomarán algunos elementos relacionados sobre todo con la escritura creativa.

Los géneros literarios: una decisión temática, técnica y espiritual

Ahora bien, dentro de la variedad de la escritura creativa, ¿qué escribir? Si bien existe el caso de grandes escritores y escritoras que se han destacado en todos los géneros: teatro, poesía, cuento, novela y ensayo, la gran mayoría enfoca sus energías en 1 o 2. No significa esto una negativa a explorar otros horizontes, desestimando la riqueza de la literatura, significa que con la experiencia comprendieron que su sensibilidad artística estaba más encaminada a las características específicas de algunos géneros. Un buen ejemplo es la ganadora del Nobel Wisława Szymborska, quien construyó una tremenda obra poética y ensayística. Supongo que su abonado de la narrativa extensa, cuento y novela, surge, primero, de una vocación espiritual, un gusto propio, pero, segundo, también de la tremenda dificultad que significa tomar una escritura acostumbrada a la creación de imágenes hermosas y breves, figuras literarias complejísimas y fugaces, y constreñirla dentro una estructura literaria que le exige el protagonismo a las acciones, al transcurrir de los hechos. Es por este motivo que me parece importante dedicar algunas líneas a reflexionar sobre la naturaleza de los géneros literarios.

De forma apresurada se pueden establecer 3 ramas de la literatura: 1. La narrativa, 2. La poética y 3. La argumentativa O, mejor dicho: 1. Literatura que narra historias, 2. Literatura que crea imágenes poéticas y 3. Literatura que desarrolla ideas. Cada una forma un conjunto grande en donde aparecen las diferentes tipologías textuales. Así, dentro de la narrativa aparece el cuento, la novela y, como no estamos tan rígidos, el teatro, mientras en la poética están todas las manifestaciones de la poesía y, por último, en la argumentativa alguno hablan de un archigénero que engloba textos tan distintos como las cartas hasta llegar a extensos tratados. Lo importante es reconocer que cada género parte de una esencia fundamental, una identidad propia, que si bien no es una barrera rígida, pues un cuento puede crear imágenes poéticas y un poema enfocarse en la narración, sí marca el camino en términos de qué quiero lograr a la hora de escribir.

Es aquí donde se retoma la pregunta: ¿por qué es importante saber qué quiero escribir? Decantarse por uno u otro género transforma la manera en que las ideas se materializan, pues esta elección no es solamente tipológica, es técnica y temática, pero también espiritual. Si nuestra elección es la poesía, entonces se parte de la base de que existe cierta sensibilidad hacia el mundo, o al menos una capacidad particular para moldear el lenguaje en función de las emociones.

En cuanto al cuento y la novela, la distinción no está solamente, como se pensaba antes, en la extensión, sino, me parece, más bien en el alcance y la intensidad. Por un lado, el cuento centra su alcance en un hecho central del cual pueden desprenderse otra serie de acciones secundarias, las cuales están narradas buscando mantener con intensidad la tensión provocada por la duda. El ruletista, de Mircea Cartarescu es la historia de un hombre que busca desesperadamente la muerte y nos mantiene al borde con qué va a pasar luego. Tiene poco más de 36 páginas. Cuento: un tema y tensión constante. Por su parte, Julio Ramón Ribeyro tiene Solo para fumadores, una narración donde reconstruye parte de su vida en Europa, su honda relación con el cigarrillo y su proceso para recuperarse de una enfermedad pulmonar. También está rondando las 40 páginas, sin embargo, el texto está creado pensando no en lo monotemático, sino en la variación, no está creado para la tensión, está escrito para la reflexión. Siguiendo lo propuesto por Cortázar, mientras Cartarescu gana por knockout, Ribeyro se la juega a ganar por puntos. Ahí está la diferencia espiritual entre decidir escribir un cuento o una novela.

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